¿Árabe o musulmán? Lo que descubrí sobre el Islam desde que vivo en Francia

En ¿Árabe o musulmán? Lo que descubrí sobre el Islam desde que vivo en Francia, comparto cómo cambió mi visión del Islam y la convivencia con musulmanes en Europa. Y por qué no hay que creer todo cuanto se escucha en la calle.

VIDA EN FRANCIAANALISIS

4/23/20255 min leer

Una cultura desconocida que ahora forma parte de mi día a día

Cuando llegué a Francia, no solo cambiaron las calles, el clima o el idioma. También cambió la gente que veía a diario. Por primera vez en mi vida, empecé a convivir —de verdad— con personas musulmanas. Antes, lo más cercano al Islam que había tenido era alguna noticia en la televisión o un personaje en una película americana. Confieso que no entendía casi nada de esa cultura… y mucho menos de su religión.

Con el tiempo, empecé a hacerme preguntas. ¿Qué significa ser musulmán? ¿Es lo mismo que ser árabe? ¿Qué es el Islam? ¿Y el islamismo? ¿Por qué hay tanta desconfianza hacia esta gente, si muchos de ellos se parecen más a mí que a los estereotipos que yo mismo cargaba sin darme cuenta?

En este artículo quiero compartirte lo que he aprendido —no como experto, sino como inmigrante latino curioso— sobre una cultura que forma parte del día a día en Francia, pero que muchos seguimos mirando desde la distancia, con prejuicio o con temor.

¿Qué significa ser árabe?

Una de las primeras confusiones que descubrí es esta: mucha gente piensa que “árabe” es sinónimo de “musulmán”. Pero en realidad, no es así.

“Árabe” no es una religión. Es una identidad cultural, lingüística y étnica.

Ser árabe significa provenir de un grupo de países cuya lengua principal es el árabe. Esto incluye oficialmente a 22 países: Arabia Saudí, Argelia, Bahrein, las Islas de Comores (Comores), Dijbuti, Egipto, Emiratos Árabes Unidos (EAU), Iraq, Jordania, Kuwait, Líbano, Libia, Marruecos, Mauritania, Omán, Palestina, Qatar, Siria, Somalia, Sudán, Túnez y Yemen. Irán y Turquía no se consideren países árabes porque sus idiomas oficiales son el Farsi y el Turco respectivamente. Los Países Árabes tienen una rica diversidad de comunidades étnicas, lingüísticas y religiosas. del Medio Oriente y el norte de África como Arabia Saudita, Egipto, Marruecos, Líbano, Irak, Siria, entre otros.

Pero ojo: no todos los árabes son musulmanes. Hay árabes cristianos, judíos, ateos… y sí, muchos también musulmanes.

En otras palabras: un árabe puede practicar cualquier religión (o ninguna), así como un latino puede ser católico, evangélico, budista o ateo.

¿Y qué significa ser musulmán?

Musulmán es quien practica el Islam, una religión monoteísta que cree en un solo Dios (Alá) y sigue las enseñanzas del profeta Mahoma, escritas en el Corán.

Un musulmán puede ser de cualquier parte del mundo: no solo árabe, sino también africano, asiático, europeo… incluso latinoamericano. De hecho, la mayoría de los musulmanes del mundo no son árabes. Indonesia, por ejemplo, es el país con mayor número de musulmanes, y allí no se habla árabe.

En Francia, muchos musulmanes son de origen magrebí (Marruecos, Argelia, Túnez), pero también hay musulmanes convertidos nacidos en Francia o inmigrantes de África subsahariana y otras regiones.

¿Es lo mismo el Islam que el islamismo?

Aquí viene otra gran confusión que he escuchado muchísimas veces en la calle, en el trabajo, en las noticias, e incluso entre conocidos latinos que también viven en Francia.

Islam e islamismo NO son lo mismo.

  • Islam: es una religión. Una forma de fe, de conexión espiritual, con reglas de vida como el respeto, la oración, la caridad, el ayuno en Ramadán, etc.

  • Islamismo: es una ideología política radical que pretende imponer las leyes del Islam (sharía) en la vida pública y los gobiernos. Está ligado a grupos extremistas y a visiones muy rígidas, que no representan a la mayoría de los musulmanes.

Es como si dijéramos que todos los cristianos son cruzados o fanáticos. No tiene sentido. Pero esa generalización es muy común… y peligrosa.

Lo que he aprendido conviviendo con musulmanes en Francia

Vivir en Francia me ha dado la oportunidad de observar —y a veces participar— en la vida cotidiana de muchas personas musulmanas. Algunos son mis vecinos. Otros, compañeros de trabajo o simplemente gente con la que comparto el transporte público, el mercado o una conversación ocasional en el parque.

Y si algo me ha sorprendido, es esto: la gran mayoría de las personas musulmanas con las que me he cruzado son amables, trabajadoras, reservadas, y profundamente respetuosas. Personas normales, con vidas normales. Padres que recogen a sus hijos en la escuela, mujeres que hacen sus compras, jóvenes que escuchan música o se quejan del clima.

Me ha tocado ver mujeres que usan velo (hiyab) y otras que no. Hombres que oran en silencio en una esquina del lugar de trabajo durante el Ramadán y luego continúan con su día como cualquier otro. También me he dado cuenta de que, para muchos musulmanes practicantes, su fe no es algo que usen para imponer nada a nadie. Es una guía interna, personal, espiritual.

Y como inmigrante latino, incluso me he sentido identificado en muchas cosas. El respeto por la familia. La importancia de las tradiciones. El sentido de comunidad. El hecho de ser vistos como “los otros” por una parte de la sociedad francesa.

Discriminación, prejuicios y lo que también vi

Pero no todo ha sido armonía. También he presenciado miradas incómodas, susurros, actitudes groseras, e incluso discursos muy cargados de miedo y generalización.

Una vez, en el metro, una mujer se cambió de asiento al ver entrar a una chica con velo. Otra vez escuché a alguien decir: “Si están aquí, que se comporten como nosotros”, como si “nosotros” tuviera una sola forma de ser.

Y sí, como en toda comunidad, hay personas extremistas, intolerantes o radicales. Pero lo mismo pasa en cualquier religión, en cualquier país, en cualquier grupo. No se puede juzgar a millones por los actos de unos pocos.

La otra cara de la moneda

En Francia, los musulmanes no son un grupo lejano. Son parte del tejido social. Para finales del 2025, se estima que el 13% de la población francesa (cerca de 9 millones de personas) será musulmana, lo cual no es poca cosa.

Pero la integración es de parte y parte: si uno llega a un país nuevo, está bien querer mantener nuestras costumbres (y aquí hablo como latino, como venezolano), pues nuestra esencia no debe perderse. Pero también es cierto que hay que hacer un esfuerzo por integrarnos a la cultura del país que nos acoge. Desde el respeto, la empatía y la convivencia. Cuando cualquier grupo humano (llámese latinos, musulmanes, refugiados) pretende desconocer las costumbres locales, imponiendo las suyas a los demás, allí hay un problema. Y un problema serio.

Como inmigrante me di cuenta de algo: no basta con pedir que nos integren a nosotros como latinos. También tenemos que hacer el esfuerzo de entender al otro, al que también es extranjero, al que también es distinto.

Reflexión final: menos etiquetas, más humanidad

Vivir en Francia me ha enseñado muchas cosas. Algunas son prácticas, como cómo funciona el sistema de salud o cómo moverse en transporte público. Pero otras lecciones han sido más profundas. Como esta: las personas no caben en etiquetas.

Si bien es cierto que (en mi caso particular) el 90% de las veces que he visto conductas inapropiadas, casi que vandálicas en las calles desde que vivo en Francia, han sido protagonizadas por personas que pertenecen a estos grupos de los que hablo en este artículo, entiendo que generalizar es errado. Es exactamente la misma situación que, cuando por culpa de algunos venezolanos en el exterior con conductas despreciables, nos tildan a todos los que venimos de Venezuela como “malandros”. La línea es delgada, muy delgada.

Lo que hace falta, más que nunca, es aprender a ver con curiosidad en lugar de con miedo. A preguntar antes de asumir. A escuchar antes de juzgar.

Y si este artículo sirve para que una sola persona vea con otros ojos al vecino que reza mirando a La Meca, o a la señora que usa velo en la boulangerie, entonces habrá valido la pena escribirlo.